Pronto sabrás, pero alguna cosa te puedo adelantar. Es que los abuelos de Fernando, el niño que repitió, se odiaban. Y el odio, cariño mío, cambia siempre el mundo. Para peor. Cada vez que alguien odia, el día se oscurece, los árboles se marchitan, los frutos se pudren. Y eso fue lo que ocurrió después del arrastre. Mientras el padre de Susanita le decía “-Tú no puedes jamás encontrarte con ese muchachito, ¿entiendes?, ¡jamás!”, centenares de manzanas caían corrompidas en el suelo ya seco. En cuanto la madre de Fernando le dijo “-No hables nunca con esa niña, que ella no es para ti, ni tú eres para ella”, florestas enteras envejecían sin que ni el llanto de la lluvia pudiese reverdecerlas.
Sin embargo, no pienses tú que eso de la maldición de los padres pudo con los encuentros de Fernandito y Susanita. Al contrario: se veían siempre. Desde el primer encuentro, todos los días. Todos. Todos. Todos. A escondidas, está claro. Se tropezaban en el campo y en los pedregales. Se encontraban en las nubes del cielo y en las olas del mar. Se inventaban en las historias que se contaban y en los sueños que tenían. Se escondían para luego descubrirse. Se ocultaban para revelarse después. Disimulaban para amar. Y lo que sí estaba claro es que, en ese tiempo, se amaban como dos auténticos chalados.
Y eso, ya te lo he dicho, no está mal.